Por Carlos Rilova Jericó.
París, Palacio del Louvre, aposentos privados del rey, tarde noche del 11 de septiembre de 1638. Veinte días después de la batalla de Guetaria, seis después del nacimiento del Delfín Luis.
El cardenal Richelieu se acercó envarado, a pesar de la carga que sentía sobre él, hasta la puerta de las habitaciones del rey, seguido a cierta distancia por algunos de sus guardias, azarados por la proximidad de los aposentos del soberano y la presencia de mosqueteros grises -demasiado abundantes para el gusto de los hombres de la librea púrpura- en los pasillos del palacio.
Cuando el gentilhombre de servicio anunció su presencia al rey, el cardenal despidió con un gesto desabrido a los guardias y al secretario que le había seguido, dócil y sombrío, hasta la antesala de Luis XIII portando los documentos que Armad du Plessis, duque-cardenal de Richelieu debía mostrar al rey. El rostro del cardenal parecía, expuesto a la vacilante luz de las velas que se acababan de encender, de un color gris ceniciento que ahondaba sus arrugas y resaltaba aún más las hebras plateadas de su perilla y sus cabellos.
Durante unos instantes, mientras se acercaba a Luis XIII cruzando la gran habitación, los ojos negros e inquietantes del rey, que lo escrutaban, le parecieron más de lo que podía soportar. Bastó con esa sugestión para que los dolores crónicos del cardenal le aguijoneasen de forma atroz, acrecentados por aquellos temores.
La edad, sin embargo, le ayudó a sobreponerse. Eso y la práctica como primer ministro que había sobrevivido a todo desde hacía años. Consiguió incluso que la sonrisa que acompañó a la reverencia con la que saludó a su rey, pareciera cálida y natural. Su voz también salió sorprendentemente templada de sus labios resecos.
-Majestad… Está todo aquí. Acaba de llegar el correo desde la frontera española.
Al cardenal le costó mucho mantener la poca compostura que había podido reunir cuando los ojos de Luis XIII, generalmente apagados y melancólicos, incluso cobardes, fueron atravesados por un relámpago de ira que no tenía otro destino que su ministro.
Silencioso, en pie, sin atreverse a hacer el más mínimo gesto que insinuase a su amo y señor la necesidad de sentarse, no sólo por cuestión de honor, sino por la pura necesidad de unas piernas viejas que apenas lo sujetaban ya, y menos en aquel día de derrota, asistió impávido al examen furioso que el rey hacía de las hojas que él le había tendido.
Sí, allí estaba todo. La inmensa, apabullante, historia del gran fracaso que la flota y uno de los más lucidos ejércitos de los dos reinos de Francia y de Navarra, había sufrido ante los muros de Guetaria y, finalmente, ante los de Fuenterrabía.
Esta vez el cardenal no había reservado ningún secreto a su rey. En esos pliegos minuciosamente escritos de su puño y letra -lo que contaban no se podía confiar a ningún secretario, por fiable que éste fuera-, se relataba cómo los elaborados planes del cardenal para abrir las puertas de aquellas dos plazas fuertes habían fracasado. Estrepitosamente.
Los espías encargados de vigilar lo que ocurría a sus agentes Ganelón y Pinabel, destinados el primero en Guetaria y el segundo en Fuenterrabía, le habían hecho llegar los detalles de aquel desastre y de otros tan inconmensurables que el cardenal no podría haber imaginado ni siquiera en sus más atormentadas pesadillas
El primero en caer había sido el agente infiltrado en Guetaria. El día en el que la flota de Sourdis se había plantado ante aquel puerto formidablemente fortificado, había muerto de un modo oscuro y atroz. Sin el más mínimo atisbo de honor. Como correspondía, por otra parte, a quien trabajaba por medio del ardid y la traición.
El informe del agente superviviente, que debía aguardar en estado latente en la plaza, sin darse a conocer por nadie -ni siquiera por Ganelón-, era muy detallado.
A pesar de que el cardenal sabía perfectamente cómo había acabado todo, se había ilusionado con la prolija descripción que el agente dormido hacía en su informe sobre la magnífica maniobra naval que aquel cien veces maldito señor de Sourdis, su viejo y leal enemigo, había hecho ante aquella bahía conocida en aquel lugar de Guetaria como “Malcorbe”.
El almirante enviado por el rey Felipe IV a socorrer con sus barcos a la asediada plaza de Fuenterrabía, don Lope de Hoces, había sido acorralado en aquella concha de roca y arenas que, sin embargo, era fundamental para que cualquier flota de combate, pudiera hacerse con el control de aquella costa que, a su vez, era la que guardaba el acceso a Madrid y, por tanto, al corazón del imperio Habsburgo.
El informe decía lo que ya sabía el cardenal: que don Lope era un marino hábil y experimentado pero que, como cualquier otro marino hábil y experimentado, nada pudo cuando los primeros brulotes incendiarios fueron lanzados contra él y sus barcos.
Richelieu había leído con satisfacción aquellas líneas, párrafos enteros, páginas en las que su agente contaba el modo en el que la Artillería de los barcos de Lope de Hoces no había podido enviar aquellos brulotes a pique Ni mucho menos maniobrar para ponerse con el viento a favor y desplegarse en línea de combate, dispersando a la flota francesa majestuosamente dirigida desde el gigantesco la Couronne que, como le contaba el agente encargado de vigilar a Ganelón -y tal y como siempre se había querido- había anonadado a los enemigos de Francia por su porte, su eminencia y su masivo aspecto, erizado de cañones, con todas sus timplas, banderas, gallardetes y flámulas extendidas, agitadas por el mismo viento del Este que hinchaba sus velas como los carrillos de un monstruoso céfiro, parecido a los que se solían dibujar en los márgenes de las cartas de navegación.
El cardenal se había sentido tan satisfecho por aquella descripción en la que casi se podía sentir el olor a salitre y pólvora -tanto que lo había devuelto a sus días de gloria en el asedio a La Rochelle, cuando los españoles eran sus aliados-, que no había podido evitar hacer una mueca sardónica y despectiva al leer en aquel detallado manojo de papeles cómo una de las naves de Lope de Hoces se había librado del mismo fatal destino que el resto de la flota al ser protegida bajo el fuego de las piezas de Artillería de la plaza.
Después de eso, Armand-Jean du Plessis, cardenal y duque de Richelieu, había tenido que despertar a la cruda realidad que aquellos papeles, enviados por el agente que había vigilado a Ganelón hasta su muerte, le habían revelado.
La flota de Lope de Hoces, había saltado literalmente por los aires, hundiéndose en el mar sin que la escuadra de Sourdis tuviera siquiera que mancharse las manos acercándose a ella.
El informe describía la barahúnda de gritos, de lamentos, de jarcia, maderamen, velas, piezas de Artillería y otros efectos que habían llenado el aire cerca de Guetaria-llevándose incluso varios tejados por delante los residuos más contundentes de aquel desastre- a medida que las santabárbaras de los navíos de Lope de Hoces alcanzados por los brulotes, habían cogido fuego, estallando en una serie de explosiones en cadena.
Ese momento de suprema confusión era el que había elegido Ganelón para dejar la plaza ya completamente desguarnecida ante el ataque de la flota de Sourdis.
Se había acercado, esquivando, como todos, los restos que caían sobre Guetaria, hasta los depósitos de pólvora emplazados cerca de la iglesia y el Ayuntamiento de aquella villa y se había dispuesto a hacer con las piezas que defendían la plaza -y habían incluso salvado una de las naves de Lope de Hoces- lo mismo que acababa de ocurrir con el resto de aquella flota en la bahía de Malcorbe.
Ganelón estaba seguro de que nadie le miraba, sin embargo, por lo que contaba el agente dormido, quedó finalmente claro en ese momento que el enemigo sabía de la existencia de Ganelón: alguien llevaba meses observándolo, siguiendo, como una oscura sombra, todos sus movimientos con tal cuidado que ni siquiera lo habían percibido ni Ganelón ni el agente dormido.
Se trataba de un hombre bastante alto, antiguo soldado por la vestimenta, las maneras y la forma rápida y expeditiva en la que actuó cuando Ganelón quiso poner en marcha la machina infernalis que hubiera hecho saltar por los aires las últimas defensas de Guetaria. Las únicas que podían repeler el desembarco con el que Sourdis tenía que coronar su acción contra la flota de Lope de Hoces, si no quería que ésta terminase -como en realidad así había sido- en fracaso. O en una victoria pírrica, que venía a ser una y la misma cosa.
Ganelón apenas sí tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera de sacar sus armas, cuando la culata revestida de latón de la pistola del agente enemigo le golpeó en la cabeza. Con sólo ese brutal impacto, Ganelón había caído muerto. Cuando los hombres de la milicia de Guetaria se volvieron contra el hombretón, sorprendidos por el modo en el que había atacado al agente francés que hasta entonces había pasado por un residente más, asentado allí desde hacía años sin que nadie sospechase nada de él, éste se había encarado con ellos y les había hablado con voz de trueno: Las palabras que habían salido de aquella boca protegida por un erizado bigote de viejo soldado, eran tan contundentes que el agente dormido no había podido evitar transcribirlas para el cardenal, en cuya memoria se habían grabado a fuego: “señores, bien me conocéis. Soy Andolín de Echave, vecino de esta villa. Ahora vaya cada uno a su negocio. A los bastiones, a repeler el desembarco. Este hombre era agente del Francés y lo que yo he hecho es servicio del rey y por órdenes suyas y de su ministro”.
Después de eso, el agente dormido no había podido saber más. Con el resto de las milicias y los artilleros se había tenido que sumar a los demás hombres que los capitanes, tenientes y alféreces de cada tercio vecinal iban disponiendo bajo los estandartes de sus respectivos pueblos en las murallas y en los baluartes de Guetaria.
Lo que había seguido a eso creaba un vacío en el lugar en el que se suponía estaba el corazón de Armand du Plessis, cardenal de Richelieu, cada vez que recordaba esa nefasta parte del informe del agente dormido.
El cuerpo de Ganelón había sido retirado de manera poco mejor a cómo lo hubieran hecho con la carcasa de un perro rabioso. El agente de Felipe IV había ordenado cargarlo sobre una de las angarillas dispuestas por allí para evacuar los muertos y los posibles heridos que previsiblemente caerían sobre las murallas cuando fueran asaltadas por los franceses. Sobre su pecho había puesto, con mucho cuidado y después de arrojar dos cubos de agua sobre ella, la ya perfectamente inútil machina infernalis del difunto Ganelón.
Con Echave iba un hombre, escribano del rey, al que comenzó a dictar los detalles de lo ocurrido, mientras sobre el redoblar de los tambores y los pífanos las voces de los oficiales de cada tercio -de Guetaria, de Zarauz…- acompasaban las continúas descargas de mosquetería que habían caído, inmisericordes, una tras otra, sobre las lanchas que habían tratado de llevar al puerto de Guetaria a los hombres de la flota de Sourdis preparados para tal efecto. Aquel fuego implacable, combinado con el de la Artillería que Ganelón no había podido volar, llenó la bahía de muertos franceses, de chalupas sin gobierno cargadas de marinos y soldados aterrorizados, incapaces de dar rumbo a aquellas frágiles cáscaras de nuez con las que se les estaba enviando a una muerte segura.
Un caos que, finalmente, había llevado a Sourdis a batir los tambores y hacer señales a las chalupas de desembarco dando orden de retirada, mostrándose incapaz de poner un sólo hombre sobre las escarpadas murallas y baluartes de Guetaria y fracasando así en su objetivo de tomar la bahía, de la que lo había desalojado finalmente la amenaza de la exigua pero suficiente Artillería de la plaza
Las cosas no habían ido mucho mejor en Fuenterrabía. Pinabel, el agente destinado en aquella otra plaza, clave para abrir el camino a Madrid del mismo modo que la lanceta del cirujano se abría paso por un cuerpo enfermo, también había fracasado en su empeño por las mismas razones por las que había fracasado Ganelón: otro agente de Felipe IV, el maldito rey Planeta, había seguido sus pasos y lo había buscado, entrando en la plaza pocos días después de que las tropas de Luis XIII la invistieran y cercaran. Era evidente que había tenido éxito.
Según contaba el agente encargado de vigilar a Pinabel, uno de los últimos días antes de que acabase el asedio con la vergonzosa desbandada de los mejores regimientos de Francia y de Navarra ante el ejército de socorro enviado desde Madrid, Pinabel había tratado de volar una rudimentaria pero eficaz mina al mismo tiempo que los sitiadores dieron fuego a la que habían estado excavando desde el exterior. Según el agente encargado de seguir los pasos a Pinabel, de haber estallado esa otra mina, la dispuesta en el interior de la plaza fuerte, muy probablemente ésta hubiera caído al quedar muertos muchos de los que defendían la parte de las murallas en aquel baluarte por el que se intentó aquel último asalto que, finalmente, no encontró ningún respaldo de Pinabel.
Éste yacía a esas horas muerto de una certera estocada. La que le había asestado el agente de Felipe IV destinado a interceptarlo dentro de Fuenterrabía. No otro que aquel escurridizo capitán Juanes de Mendia al que -recordó con amargura el cardenal- aquellos dos necios de Medoc y Tasac habían tratado de detener sin resultado alguno desde finales de 1637, perdiendo uno, Tasac, la vida y el otro, aquel fatuo arrogante de Medoc, todo el favor del cardenal del que tan necesitado estaba como el hidalgo de tres al cuarto que en realidad era y que, como se demostraba por el asunto de Pinabel, no había hecho otra cosa en el último año salvo encadenar fiasco tras fiasco. Richelieu recordaba bien que había sido él, Medoc, el que le había recomendado que contratase los servicios de Pinabel -que en realidad era un soldado viejo de los tercios de Flandes- diciéndole que lo conocía bien, que su miseria y su orgullo, tan mal avenidos la una con el otro, eran la fórmula segura para que, llegado el momento, a cambio de sus treinta monedas, abriese las puertas de Fuenterrabía y con ellas el camino a Madrid.
Sí, el cardenal recordaba incluso que Medoc le había dicho que aquel bravucón era hombre sin criterio y sin verdadera lealtad. Un verdadero mercenario que vivía en el hampa -como muchos soldados viejos de toda Europa- alquilando su brazo de asesino a sueldo a muchos postores. Había hablado de aquel hombre que iba a desempeñar el papel de Pinabel en Fuenterrabía como si fuera un hijo, una criatura suya. Incluso había puesto por las nubes las cualidades de invencible espadachín de aquel traidor.
Unas que por lo que decían los informes que el cardenal había recibido, brillaron por su ausencia cuando John de Mount, o Juanes de Mendia, o como quiera que se llamase, se había encarado con él, pidiéndole cuentas de su traición espada en mano. Las notas que ahora estrujaba en sus manos un cada vez más irritado Luis XIII y que el cardenal había leído con pesar una y otra vez antes, contaban que al capitán Mendia le había bastado con dos jiferazos de su daga y un par de estocadas para acabar con aquel bravucón que aseguraba, poco menos, haber rendido él sólo Breda y había acabado vendiéndose por unas cuantas monedas y la oportunidad de derribar los muros de Fuenterrabía para satisfacer una oscura venganza personal.
El repaso mental del cardenal a aquella serie de catástrofes y desgracias había acabado casi al mismo tiempo en el que Luis XIII, rey augusto y cristianísimo de Francia y de Navarra, concluyó de examinar aquellos papeles en los que estaban tan bien descritas.
Richelieu se atrevió a hablar al percibir que su amo no decía nada y se quedaba mirando al fuego de la chimenea, exhalando uno de sus roncos suspiros de tuberculoso.
-Sire…
Los ojos del rey traspasaron al cardenal una vez más. Como si estuvieran hechos del acero pavonado en negro de una de las armaduras con la que solía posar frecuentemente, cuando la ocasión lo exigía. Sin embargo no dijo nada y permitió, con un gesto vagamente condescendiente, que su ministro hablará.
-Sire, debemos mirar hacia el futuro. Estos fracasos no deben ensombrecer la campaña que hemos iniciado en Cataluña que, de seguro, tendrá mejor éxito. Tampoco la feliz noticia del nacimiento de vuestro heredero varón, Luis, don de Dios… -durante unos instantes Richelieu escrutó el rostro de su rey en busca de alguna señal de alegría, que finalmente no apareció-. Quizás vuestro hijo consiga doblegar esas dos plazas que hoy se nos han escapado…
Durante un instante el cardenal temió que el rey se abalanzase sobre él para estrangularlo después de que levantase la mirada, otra vez, tras aquellas palabras. Sin embargo sólo le habló con acritud y sarcasmo, sin un asomo de sus habituales tartamudeos.
-¿De verdad?. Pues entonces tendremos que ir pensando en cómo quitar al rey Felipe, mi señor cuñado, el cerro rico de Potosí y sus minas de plata. Porque yo, a decir verdad, Eminencia, no veo otro modo de ganarle esta guerra que nos está devorando vivos, arruinando mi Tesoro, agotando a mis reinos a los que no puedo esquilmar ya con nuevos impuestos sin temer una rebelión tras otra que nos ponen al borde de una nueva guerra civil, como en tiempos de mi padre.
A aquel estallido, al que el cardenal fue incapaz de encontrar respuesta, siguió un espeso silencio que el rey sólo rompió para señalar al cardenal que la audiencia había terminado y podía retirarse. Mientras se acercaba a la puerta, Richelieu pudo ver al rey arrojando al fuego, abatido, apoyado en la chimenea, todos los papeles que le había traído. Sólo volvió a hablar cuando el cardenal ya estaba a punto de abrir las puertas de las habitaciones regias. La voz del rey sonó débil, pero seguía sin tartamudear.
-¿Sabe Vuestra Eminencia que la condesa Anne de Pemic ha desaparecido sin dejar rastro?.
El cardenal apenas acertó a volverse con un vago gesto para condolerse por la pérdida de aquella valiosa pieza. Luis XIII le hizo caso omiso y siguió hablando mientras arrojaba con parsimonia más papeles al fuego.
-He oído decir que ha pasado la frontera a la Navarra usurpada por los españoles. Es una mujer inteligente y muy hermosa. Lamento que haya hecho esto. ¿Puede Vuestra Eminencia entender sus razones?.
El cardenal, inclinándose ante el rey con un gesto de profunda reflexión, sintió que venía a su mente la frase perfecta para zanjar aquella molesta audiencia.
-Sire, nadie sabe qué anida en la mente de una bella dama, o de un espía o de un traidor. Sólo se conoce de cierto que, a veces, y por razones bien distintas en cada uno de esos tres casos, nos son necesarios, arriesgándonos a que se vuelvan en nuestra contra.
Richelieu se sintió aliviado al percibir una media sonrisa, al fin, en el rostro extenuado y pálido de su rey.
-Vuestra Eminencia ha hablado sabiamente.
Con una nueva reverencia, el cardenal salió rumiando planes de venganza contra todos los que Armand-Jean du Plessis consideraba, por activa o por pasiva, responsables del mal trago que acababa de pasar. Pensó en Artur de Medoc y sonrió. Después le pasó por la cabeza el arzobispo de Sourdis y, finalmente, Pierre Corneille al que, no sabía bien por qué, consideraba mezclado -turbiamente desde luego- en todo aquello. Quizás porque admiraba demasiado al partido español, como lo había demostrado su maldita obra, “El Cid”.
Richelieu lamentó no poder hacer nada contra él a causa de la fama que ya había conquistado y pasó a maquinar otros planes mientras su sombra roja se proyectaba sobre los muros del palacio a medida que se acercaba a sus puertas, recuperando a su séquito que en esos momentos se le antojaron mastines que ya podían olfatear la sangre de futuras e indeterminadas víctimas. No pudo, aún así, evitar recordar el duro fracaso que pesaba sobre sus hombros. Tardaría en olvidar el nombre de Guetaria. Por más que la memoria de todo aquello hubiera ardido en la chimenea del rey.